Mi querida Virgen de la Soledad, pues… aquí me tienes. Todavía me cuesta creerlo. Tengo reparo hasta de mirarte, porque temo que la emoción de estar tan cerca de Ti, como posiblemente, nunca más vuelva a estarlo, me impida expresar todo lo que he intentado plasmar en estos folios.
Si me permites, quisiera transmitir a la junta Directiva de la Cofradía de Jesús Nazareno; a todas las personas que llenan esta magnífica iglesia de San Juan de Puerta Nueva, y a todos los zamoranos, mis mayores respetos y mi mayor agradecimiento. Gracias por hacer posible que esté hoy, primer sábado de Cuaresma, en este altar; gracias por vuestro cariño, y por vuestro calor. No quiero que me veáis como a una extraña, sino como a una mujer que, a cientos de kilómetros de aquí, ha encontrado en la Virgen de la Soledad, una razón de ser.
No soy zamorana; no llevo en mis venas la pasión por vuestras costumbres. No he heredado de mis antepasados la devoción a esta Santísima Virgen, a la que tanto adoráis, y que empezasteis a sentir como vuestra Madre, casi desde el mismo instante en que os engendraron; pero considero que el fervor que Ella despierta, va más allá de ciudades y fronteras.
Jamás olvidaré la alegría que sentí hace unos meses, cuando me confirmaron que sería yo quien tendría el inmenso honor de acompañarte, en este día tan especial. Pero recuerdo que, después de la euforia que me produjo tan dichosa noticia, me invadió una gran preocupación al pensar en el significado de este acto de hoy: “Exaltación literaria a la Virgen de la Soledad de Zamora”. ¿Qué podía exaltar yo que no hubieran exaltado ya los mejores poetas; escritores; pintores o escultores? ¿Qué podía exaltar yo que no lo hubiera hecho ya todo tu pueblo zamorano? ¿Qué palabras podría utilizar para alabar tu divina persona, que no hubieran utilizado con anterioridad, tus Hermanos, o tus Damas…
Me gustaría poder tener la capacidad de inventar nuevos adjetivos, con que complementar esas bellas palabras, pero me es imposible. Por eso hoy, aquí, en esta iglesia de San Juan, quiero que mi exaltación sea el fruto de lo que ha representado para mí el conocerte. Y quiero que sea mi corazón, quien dicte el mensaje que deseo hacerte llegar.
Virgen de la Soledad, sabes que siempre he sido una mujer con muchas preguntas y muchas dudas respecto a la religión. Muchas preguntas a las que, demasiadas veces, no he encontrado respuesta.
He querido tener fe, pero no he sabido dónde buscarla. Admiro a quienes, aferrándose a un crucifijo, o a un rosario, o a los textos de un libro sagrado, encuentran el alivio para sus penas, y la fuerza suficiente para continuar adelante, sobre todo cuando la vida, coloca tantas piedras en el camino, que es fácil pensar en abandonar, o en quedarse acurrucado en mitad del sendero.
A Ti no te puedo engañar; nunca he sido una mujer Mariana. Cuando por la noche al acostarme rezaba el Ave María, supongo que, porque así me lo habrían enseñado desde niña, lo hacía por rutina, mecánicamente; si me apuras, hasta con cierta superstición: “A ver si hoy no la rezo, y me ocurre algo malo esta noche”. Como si Tú fueras capaz de castigar. Tú que eres todo amor, y misericordia.
El Ave María que yo rezaba estaba vacía, ¿y sabes por qué? porque esa oración no tenía rostro; no sabía a quién dirigirla. El ser humano necesita tener referentes para casi todo, y yo no los tenía. Hasta que llegaste Tú, y tu bello semblante iluminó mi plegaria, dándole por fin un sentido. Tú eras la Virgen María llena de gracia; la mujer bendita entre todas las mujeres.
Conocerte, Virgen de la Soledad, ha sido una liberación para mi alma. Te siento dentro de mí, y sé que nunca me abandonarás.
Si hay algo que he añorado siempre de Logroño, la ciudad donde nací, y de la que me despedí, a la vez que lo hacía de mi infancia, han sido las procesiones de Semana Santa. En mi familia las vivíamos con auténtica pasión. Jamás se me borrará la imagen de mi madre, agarrándonos las manos con fuerza a mi hermana y a mí, para que no nos perdiéramos entre la multitud, mientras caminábamos por las estrechas calles del casco viejo. Íbamos buscando ese rincón especial, desde donde poder contemplar los pasos que, para mis ojos de niña, eran los más bonitos del mundo.
A pesar de todos los años transcurridos, mi corazón continúa guardando, celosamente, los sonidos de los tambores y las trompetas, y del impacto seco en el suelo de las varas en las que se apoyaban algunos costaleros. Guardo el aroma de la cera, derritiéndose poco a poco en los hachones. Esas procesiones, que tanto he encontrado a faltar después, en mi amada Barcelona.
Por esa “necesidad” de procesiones, hace dos años, exactamente el 25 de marzo (domingo de Ramos), dejé a un lado el móvil, apagué el ordenador, y me senté delante del televisor, a ver la emisión de un documental, sobre la Semana Santa de Zamora. Magnífico documental, que consiguió dejarme totalmente subyugada delante de la pantalla. Sin darme cuenta, me encontré caminando por las calles, impregnadas de recogimiento y devoción, de esta “leal y noble ciudad”.
Me vi envuelta en unas capas pardas, y me uní a un juramento de silencio. Me sorprendió el sonido destemplado de la corneta del Merlú, y me impresionó el tañido de los esquilones que, colgando pesadamente de los brazos del Barandales, iban avisando de la llegada de la comitiva. Cada paso me sobrecogía, ya no solo por su valor artístico, sino por la perfecta comunión con que cientos de túnicas revoloteaban a su alrededor, en impecable armonía.
Me fui embriagando del aroma de las flores, que a modo de humilde presente, se ofrecían a dar una pincelada de color a los regios, y sobrios Grupos Escultóricos.
Las notas de las diferentes bandas de cornetas y tambores, me elevaron a ese mágico mundo, donde solo la música es capaz de transportarte. Las emotivas marchas, escritas generalmente para el paso que escoltaban, ayudaban a los cargadores a llevar mejor el ritmo, debajo de tan pesada carga.
Y de repente, apareciste Tú. Todavía hoy ese recuerdo me sobrecoge.
Lo que estaba viendo no era tan solo una figura, magníficamente esculpida, por manos magistrales; no era simplemente una bellísima talla: era una mujer, de verdad. Una mujer que, pese a estar rodeada por miles de personas, caminaba en soledad.
Una mujer cuyo sereno rostro, no denotaba una tragedia, ni su gesto era de desesperación, o de derrota. No había expresión melodramática en su mirada.
Aquella mujer, cuyo negro velo que complementaba su luto riguroso, se ondeaba con el viento, ocultando momentáneamente su rostro, era la representación de una madre, dejándose llevar; sin aspavientos ni exageraciones; guardándose para ella todo su martirio. “Que nadie sufra por mi sufrimiento. Que mis otros hijos, que ahora me acompañan en silencio, y entre lágrimas, no tengan el padecimiento de ver mi corazón destrozado”. Hasta en eso fuiste grande, Santísima Virgen de la Soledad.
Y tu imagen levantó las compuertas de mi pantano emocional, provocando en mí un silencioso, pero reconfortante llanto, y abrió también ese rincón de mi alma donde, desde hacía demasiado tiempo, mi necesidad de creer estaba esperándote.
Cientos de veces me he quedado absorta, observando los expresivos rasgos, maravillosamente enmarcados, en tu ovalado rostro, intentando adivinar qué hay detrás de ellos, y en especial, qué hay detrás de tu mirada.
Es la mirada de una niña pura, carente de toda maldad, que calla y baja los ojos ante una injusticia. La terrible injusticia de ser testigo del hostigamiento, hasta la muerte, de quien más querías. Es una mirada refugiada en tus propios pensamientos; aislada del mundo. Una mirada que encierra una sola pregunta: ¿Por qué?
Pero también, es una mirada de descanso. Por fin, tu idolatrado Hijo ha dejado de sufrir. La inhumana tortura a la que ha sido sometido, se ha acabado. Ya descansa. Ya no nota el dolor del costado, desgarrado por la punta de una lanza; ni el de sus manos y sus pies, atravesados por los gruesos y oxidados clavos. Ya no le sangra la frente, lacerada por una corona de espinas, salvajemente incrustada. Ya no siente como le abrasa todo su cuerpo, descarnado, tras ser salvajemente flagelado.
No. Ahora ya no padece. Y pese a la infinita desolación por su pérdida, buscas el consuelo en pensar que ya nunca más, volverá a repetirse tan infame ejecución.
Y en el fondo, una pequeña esperanza empieza a aflorar en tu corazón. Como buena madre, comienzas a intuir que tras la tragedia, vendrá el milagro. Tu Hijo no puede permitir en Ti tanto padecimiento.
Ese Hijo al que continúas protegiendo en tu regazo, cuando tus manos entrecruzadas descienden hasta él.
Virgen de la Soledad, sé que todos los zamoranos son conscientes de la fortuna que tienen, por haber nacido y crecido a tu lado. Por haber sido tu idolatrada persona la que les haya guiado, desde sus primeros pasos, hasta los últimos.
Por saber que tienen en Ti a esa Madre a quien confiar sus secretos; sus ilusiones; sus sueños. Has estado, estás, y estarás siempre dispuesta a escucharlos; sin juzgarlos; sin importarte incluso que, en alguna ocasión, puedan llegar a abandonarte, o hasta renegar de tu amor, porque no les hayas concedido aquello que te pedían.
Qué fácil es, en ocasiones, dejarlo todo en manos de la Providencia; apartarnos de lo que conlleva lucha y esfuerzo, y buscar el atajo en la divinidad.
Yo también, he de reconocer, que he sido de esas personas, y he prometido misas y novenas, a todas las Vírgenes; Cristos; Santos y Beatos, con tal de obtener el favor solicitado.
Pero sin embargo, contigo es todo tan diferente… Cuando alguna vez, como humana imperfecta y egoísta que soy, he confiado en que me resolvieras un conflicto, o me consiguieras algo que deseaba fervientemente, he mirado tu bendito rostro, y al observar esos párpados, que ya no pueden soportar más, el peso del dolor, y poco a poco van entrecerrándote los ojos, te he pedido perdón por querer cargar sobre tus pobres espaldas, un nuevo desasosiego.
Virgen de la Soledad, has ido marcando mis pasos desde aquella tarde de Semana Santa.
Buscando consuelo, meses después quise compartir contigo, como la única Madre que me quedaba, una tristeza que me estaba desgarrando el corazón.
Aunque para muchas personas, un animal no deja de ser, más que un animal, quienes han podido disfrutar de su compañía, de su lealtad, y de su entrega, total y absoluta, saben que el dolor de su pérdida puede llegar a ser insoportable.
El final de mi pequeña perrita se estaba acercando. Durante casi catorce años había puesto su vida en mis manos, a cambio, tan solo, de un poco de cariño. Mis ojos, anegados en lágrimas, se dirigieron hacia el retrato de tu imagen, que preside mi casa. No te pedí nada, pero, Virgen compasiva, te apiadaste de mi pena, y me concediste cinco meses más, para poder seguir abrazándola y cuidándola. Después, la ayudaste a cruzar el puente hacia ese Arco Iris, donde dicen que nos esperarán felices.
Eres la Madre de todo lo que respira; de todo lo que siente; de todo lo que está vivo. Tu manto de infinita bondad y benevolencia, se extiende cubriendo la obra de lo creado por Dios.
Gracias a Ti conocí a una familia que, pese a ser casi una desconocida para ella, me abrió de par en par las puertas de su casa.
La gente de esta tierra, Tu gente, son grandes, pero no se dan importancia. Hacen las cosas porque les sale de dentro; sin buscar recompensas. Los hombres y mujeres zamoranos, no prometen lo que no pueden dar, y sin embargo, lo dan todo, aunque no lo hayan prometido.
Tras aceptar encantada, la invitación que me hizo esta extraordinaria familia, el pasado mes de abril, viví la Semana Santa más excepcional de mi vida. Y la viví desde fuera, pero también desde dentro.
A medida que el tren iba llegando a la estación, la tarde del Jueves Santo, todo mi ser se preparó para lo que ya se presagiaba como una experiencia inolvidable. Respiré hondo, llenándome los pulmones de ese aire limpio de Castilla y León que, como buen anfitrión, me estaba dando la bienvenida.
Corrí a dejar mi equipaje en el hostal, porque se empezaban a escuchar los primeros tambores y cornetas, anunciando que la procesión de la Vera Cruz, estaba ya cerca.
Desde un pequeño hueco que encontré en la calle Santa Clara, me dispuse a vivir, ahora sí, de verdad, mi primera procesión zamorana. Observé los rostros de las personas que tenía a mi alrededor, y me contagié del entusiasmo que irradiaban.
Para los ojos de quien vive a cientos de kilómetros de aquí, y no tiene más arraigo con esta tierra, que la admiración y el respeto, Tu Semana Santa, Virgen de la Soledad, es ya no solo una sublime manifestación religiosa: es un acontecimiento único, e incomparable.
Toda la ciudad resplandece. Sus habitantes parecen despertar de la hibernación de la rutina y la tranquilidad, en que han estado sumergidos el resto del año.
Una brillante estrella está a punto de inundar con sus destellos, cada calle, cada plaza, cada balcón. Es la estrella que, quizás, hermana de aquella otra que guio a los Magos, venga a revelar que la historia que se va a narrar, a lo largo de esa Semana Santa, representa el inconmensurable sacrificio de un hombre y de su madre, para que todos los seres humanos alcancemos algún día, la paz eterna.
El aire comienza a impregnarse del dulce aroma de las deliciosas garrapiñadas, ayudando a sobrellevar los dramáticos sucesos, que están a punto de acaecer.
Virgen de la Soledad, todo tu pueblo lleva meses soñando con el momento en que tu divina presencia, se haga física en sus calles.
Verte caminar por ellas, cual una zamorana más, hace que los corazones de tus paisanos estallen de orgullo.
Todos ansiamos estar cerca de Ti; tus hijos, y los que, desde lejos, hemos venido a unirnos a ellos. Pero no te vamos a abrumar. Somos conscientes, de que necesitas tu espacio para poder procesar, cuanto te está ocurriendo.
Como madre de Cristo, ya sabías que la magnitud de la figura de tu Hijo, no iba a ser comprendida por todos y que su sobrenatural poder, avivaría las mayores envidias, celos y maldades, en los perecederos humanos. Aun así, no sé si alguna vez pudiste imaginar, el atroz camino que Él habría de seguir hasta llegar a la Cruz.
No me extraña que tus manos, instintivamente, como hacen todas las mujeres encintas, desciendan hasta tu vientre. Quieres aferrarte al momento más feliz de tu existencia, cuando llevaste a aquel glorioso ser, protegido dentro de tus entrañas. Nunca más volvería a ser tan tuyo. Desde el mismo instante de su nacimiento, ese hijo ya dejaría de pertenecerte, para convertirse en el Hijo de Dios: El anhelado Mesías.
Muchas veces he pensado: Todos te vemos como a nuestra madre, y como a tal, acudimos a Ti, pero… ¡cuánto debiste echar de menos, a la tuya! Porque antes que madre, fuiste hija. Si sus santas manos hubieran podido apretar con fuerza las tuyas, cuánto te habrían ayudado a sobrellevar este calvario. Tu soledad fue absoluta y cruel.
Cuando llegue la hora de hacer mi balance final, colocaré encima de la mesa, las fotografías de los hechos más importantes vividos. Y habrá una que, su recuerdo, volverá a humedecerme los ojos, por todo lo que significó para mí: Fue el pasado Sábado Santo.
Al verme en el espejo de mi habitación, vestida con el hábito de las Damas de la Virgen de la Soledad, me pareció estar en medio de un sueño. Yo, Dama. Pertenecer a la sección de Damas es un sentimiento y un honor, que se transmite de madres a hijas; de generación en generación.
Me dirigí hacia la Plaza Mayor, por la calle San Torcuato, todavía a esa hora repleta de paseantes, que disfrutaban del cálido sol de primavera. La brisa de la tarde agitaba juguetona mi capa, y una indescriptible sensación de orgullo, hizo que sintiera que no estaba caminando: estaba volando.
Tan grande era mi entusiasmo, que llegué a imaginar que todo el mundo me miraba adivinando mi felicidad. Iba a procesionar junto con mi Virgen. Iba a estar al lado de quien, tan solo unos meses antes, había llenado de luz mi oscuridad.
Cuando a las ocho se abrió el portón de la iglesia de San Juan, y te vi encaminándote ya hacia la entrada, tuve la sensación de que reculabas tímidamente, como si te amedrentara el ensordecedor murmullo de las miles de personas, que te esperaban impacientes. Siempre has huido de cualquier protagonismo y, pese a ser la madre de Dios, has querido permanecer constantemente en un segundo plano. Incluso a lo largo de todo su vía crucis, fuiste custodiando a tu Hijo, a una prudente distancia, aunque te estuvieras muriendo de ganas por abrazarte a su cuerpo, e impedir con el tuyo propio, que le causaran más daño.
Pero de nuevo fuiste generosa, y no queriendo decepcionar a tu pueblo, con un paso pequeño, pero firme, traspasaste el umbral de tu casa. Y el silencio salió a tu encuentro, y tras él, los acordes de la Marcha Real te rindieron su personal homenaje, como zamorana, y como española.
A partir de ahí, todos los que formábamos parte del cortejo comenzamos a caminar por las céntricas calles, absolutamente abarrotadas de personas que, aguardando pacientemente, cruzaban sus miradas con las de las Damas, en cuyas manos, las velas encendidas dentro de las tulipas de cristal, iban indicándote el camino.
Era la espera de unos hijos deseosos de encontrarse con su Madre, para agradecerle que hubiera querido compartir con ellos, el íntimo proceso de su duelo.
Al concluir el recorrido, todos juntos llenamos de calor humano la Plaza Mayor. Ya no cabía nadie más: tu pueblo; tus cinco mil Damas; los Mayordomos; los miembros de tu cofradía, y la banda de cornetas y tambores.
Las fuerzas de seguridad, vistiendo sus mejores galas, fueron escoltándote, orgullosos de tenerte como su Patrona.
Y con ellos llegaste. Despacito; con un caminar ya cansado, y quizás de nuevo abrumada por la expectación originada.
Las notas de una Salve quebraron el silencio de la noche, igual que lo hiciera el Jueves Santo el Miserere cantado a tu hijo Yacente. Era Tu salve.
Las emocionadas gargantas de tus hijas querían recordarte, una vez más, que no estabas sola, y que nunca lo estarías, mientras existiera una sola zamorana en el mundo. Las lágrimas de los miles de ojos que, en aquel momento, estaban depositados en tu frágil figura, brotaron, para darte también ellas, su último adiós.
Con el alzamiento de todas las tulipas, iluminando el oscuro cielo vespertino, y nuevamente al son de los acordes de la Marcha Real (nunca he encontrado un motivo más bello para ejecutarla), mi adorada Virgen de la Soledad, te adentraste en tu hogar.
Cuando la puerta de San Juan, se cerró, pude permanecer dentro unos minutos, siendo mudo testigo de tus postreros pasos.
Una inmensa tristeza se iba a apoderando de mí. Entonces, recordé una frase del documental que viera un año antes: “El Domingo de Resurrección, que debería ser el día más alegre de la Semana Santa, es para muchos zamoranos, el día más triste, porque es cuando muchos de ellos, vuelven a alejarse de su tierra”. Y así me sentía yo. Solo faltaban unas horas para emprender mi viaje de regreso; solo unas horas para separarme de Ti.
Me conmovió ver como tus cargadores rezaban su oración, unidos bajo tu paso: Todo había salido bien. Y los Hermanos y las Damas, se abrazaban con euforia por el trabajo bien hecho: la Virgen merecía la mejor de las procesiones, y así había sido. Abrazos que, junto con la alegría del momento, dejaban escapar un suspiro de nostalgia: Ahora, hasta el año que viene.
Y en aquellos instantes, observando por última vez tu serena belleza, muy bajito, tan solo te dije dos cosas: Gracias, y…por favor, ayúdame a volver pronto.
Virgen de la Soledad de Zamora; Madre de lo más grande, ruega por todos nosotros, y que tus manos entrelazadas se liberen para unirse con las nuestras, cuando emprendamos la nueva andadura hacia la eternidad.
Y especialmente, ruega por todos los hermanos de esta Cofradía, que ya han alcanzado ese destino final, y ahora nos esperan felices, a tu lado, protegidos por el amor de quien tanto veneraron.
Como a ellos, cuando nos llegue la hora, Tú estarás ahí para recibirnos, y estoy segura de que entonces, tus bellos ojos levantarán el vuelo, y tu mirada nos confirmará, que hemos llegado al sagrado lugar por el que tu Hijo vertió su sangre.
Mi querida Virgen de la Soledad, abandono esta hermosa ciudad, con el convencimiento de que hoy, ha sido el día más feliz de mi vida.